‘El hombre equivocado’: personas que fueron a prisión injustamente

Alguien tuvo que haber calumniado a Adolfo Gutierrez Malaver, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo. El 25 de octubre de 2002, un amigo de la infancia con el que jugaba microfútbol los fines de semana lo llamó al celular. “¿Nos podemos ver?”, le preguntó Aldemar Daza, su compadre. Dijo que tenía un trabajo para él. “Veámonos en la Primera de Mayo con Décima”, le propuso a Adolfo la voz al otro lado de la línea, “yo lo espero”. Como estaba sin empleo y debía hacer unos mandados por ahí cerca, Adolfo llegó caminando a esa esquina en poco tiempo. Eran las diez de la mañana. Buscó con la mirada pero no vio a Aldemar, así que decidió esperarlo recostado contra la pared de un asadero de pollos, pendiente de su teléfono. Lo rodearon en segundos. “Quieto, guerrillero hijueputa”, le dijeron. Eran seis, recordaría después, “uno alto calvo, otro gordo, uno moreno no muy alto, uno gordo-gordo… y otros dos de estatura mediana”. Los cañones de sus armas eran inconfundibles, tan cerca de su cara, clavándose en sus costillas. Empujaron a Adolfo hacia un Chevrolet Corsa verde, aparcado a unos metros, y le vendaron los ojos; lo acostaron en el asiento del pasajero, su boca y nariz presionadas contra el tapizado, y tres personas se le sentaron encima. Uno sobre sus piernas, otro sobre su espalda, y el último puso todo el peso del culo sobre su cabeza. “Somos paramilitares”, dijeron sus secuestradores, entre golpe y golpe al estómago, al pecho, a la entrepierna. “¡Lo vamos a matar!”. El auto arrancó.

La tortura empezó esa misma tarde. Puños y patadas, sí, pero también el tacto rechinante de una bolsa plástica sobre su cabeza, que de repente lo sofocaba con un olor que le prendía fuego al aire en sus pulmones. Amoniaco, quizá. “Es una vaina que se le va a uno por la nariz y eso siente uno que le duele la nariz, que le duele el estómago, que le duele la cabeza, las orejas, los oídos… Era muy horrible.”. También le pasaron corriente. Ajustaban los caimanes a cada parte de su cuerpo: los gordos de sus brazos, las puntas de sus dedos, pero el lugar favorito de sus secuestradores eran los testículos, donde la electricidad se siente “más brava”. Le preguntaban por algo que llamaban “la chapa”, a lo que Adolfo respondía: “La única chapa que tengo es la de la correa, ¡yo no me he robado ninguna chapa!”. Le preguntaban por un tal Popeye, y él les decía: “El único Popeye que distingo es el marido de Oliva”. Nunca supo a dónde lo llevaron, aunque había visto brevemente un edificio en ruinas y sentía un martilleo cercano, como una pared que están tumbando. Comía poco, lo que le daban, más que nada un líquido dulzón, como gaseosa. Dormía de pie, con las manos esposadas sobre su cabeza, como si lo tuvieran colgado con un gancho de carnicero. Sintió el paso de mañanas, tardes y noches, marcadas más por las manchas de luz que distinguía a través de los parches en sus ojos que por la rutina de los secuestradores. La tortura, después de todo, podía llegar a cualquier hora.

Entre un interrogatorio y el siguiente intentaba descifrar qué estaba pasando, pero su mejor teoría era que lo tenían ahí por mujeriego. Oiga, ¿cuál vieja será la que le dijo al marido o qué?, se preguntaba, repasando el catálogo de mujeres con las que había engañado a su propia esposa: jóvenes y viejas, solteras y casadas, lo que saliera. ¿Cuál marido celoso será el que me tiene aquí?

A veces escuchaba a alguien barrer el piso a su lado. Adolfo hablaba. Al principio nadie contestaba, sin embargo en una ocasión le respondieron:

–¿Qué quiere? –dijo una voz ronca. A Adolfo le era imposible distinguir si se trataba de un hombre o una mujer.

–Vea, lo que pasa es que yo no sé dónde estoy, yo no sé quiénes son los que me tienen aquí –dijo Adolfo. Recitó de memoria el número de su casa y le pidió a la persona que llamara a su esposa–. Que ella sepa dónde estoy.

–Mmm-hmm –concedió la voz antes de alejarse. No dijo más.

Sus captores lo amenazaban cada vez que estaban cerca. “Espere a que llegue el patrón”, decían, porque el patrón supuestamente no tenía ningún respeto por la vida. Cada vez que la tortura acababa, Adolfo pensaba: “Ya me van es a matar”. Pero ese tiro de gracia nunca llegó. Rezaba para que no lo mataran, a la vez que se sentía impotente de no saber cuándo llegaría la bala o el garrotazo que lo acabaría todo. Se arrepentía de las bicicletas que no les compró a sus hijos por andar bebiendo, o de ponerle los cachos a su esposa. Con el tiempo empezó a escuchar el sonido de radios que los “paramilitares” cargaban consigo. Como Adolfo había sido supervisor de seguridad en San Andresito Norte y conocía las claves de radio de la Policía Nacional, se dio cuenta de que las voces granuladas que escuchaba salir de los aparatos decían cosas como “deme su 5-20” (su ubicación) o “¿me puede hacer un 5-18?” (presentarse en un lugar). Así supo que no eran guerrilleros quienes lo tenían secuestrado.